Pablo Neruda: La palabra

"…Todo lo que usted quiera, sí señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan… Me prosterno ante ellas… Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito… Amo tanto las palabras… Las inesperadas… Las que glotonamente se esperan, se acechan, hasta que de pronto caen…" de Pablo Neruda: LA PALABRA

22 feb 2014

SE ACABA

*Nota del editor:- Primero fue “Como botón de chaleco”; luego le siguió “Sendas cartas”, y la trilogía finaliza en esta entrega. Eso es lo que quiere decir*Nota del editor:- Primero fue “Como botón de chaleco”; luego le siguió “Sendas cartas”, y la trilogía finaliza en esta entrega. Eso es lo que quiere decir el título, y no alude al tema central de los relatos, como se podría -con razón- suponer. ;) 
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A primera vista, era sólo un hombre sentado en una silla de un bar, junto a una pequeña mesa pegada a una ventana, al lado de una columna, que no le impedía apreciar la acera de enfrente, sin que por ello quedara muy evidente su presencia. Más precisamente, ver el edificio de cuatro o cinco pisos de generosa entrada, con una importante puerta vidriada y la clásica chapa de bronce con los timbres de los departamentos, donde, la más de las veces, están escritos los apellidos de los que habitan cada piso. En una visión más de cerca, hubiese podido advertir que el que correspondía al tercero A, sólo tenía grabadas dos letras separadas por un punto: E.M, pero no tenía la más mínima intención de hacer tal cosa.
El humo del cigarrillo y el humeante café, completaban la escena de ese hombre entrado en canas, sobriamente vestido y en actitud de apacible espera. Todo en él emanaba esa sensación.
 
Me lo voy a fumar despacito, y me lo voy a tomar de igual manera, pensaba, mientras le daba una pitada larga, luego de un pequeño sorbo de café.
No era, les cuento, otra cosa que el reflejo de lo que ese hombre experimentaba por dentro. Su espera no perseguía otro fin que el del encuentro con Eli en cuanto ella saliese por esa puerta. Tampoco para ello estaba demasiado ansioso. Había aprendido que no lo precisaba. Es más, lo estaba disfrutando. Su orgullo de macho conquistador (y ahí no cuenta la edad) estaba harto satisfecho. Nunca antes le había sucedido sentir esa seguridad de pertenencia, ni tampoco tal protagonismo. Y todo porque había dado con la tecla, casi sin proponérselo. Y la cosa le gustaba cada vez más. No sólo le permitía seguir con su acostumbrada vida de soltero, sino que le otorgaba un complemento que encajaba perfectamente con ese perfil. Ahora estaba “de novio”. Y eso sí que era nuevo para él. Tenía una mujer joven y bonita que lucir, y que a las claras disfrutaba, o al menos no mostraba signos de preocupación por ello, de la notoria diferencia de edad.
Otro gol para ese jugador. Más analizaba la cosa, más regocijo le invadía.
 
Los hombres -genéticamente hablando- tenemos eso. Queremos ser el macho alfa de la manada ( aún sin merecerlo), ser reconocidos como tales y si podemos, lograr cierto grado de obediencia y de subordinación, en éste caso, de la pareja. Y se le estaba dando, porque en el terreno en que todo esto pasaba, él era la persona más importante. Ella tenía su vida estabilizada, tanto en lo laboral como en lo económico, y eso le dejaba al hombre su territorio muy bien delimitado. No tenía que orinar el perímetro, se lo había ganado casi sin esfuerzo, y no tenía oponentes. Estaba de lo más tranquilo y seguro. Eso, pienso que su tranquilidad y serenidad provenían no de una característica de su personalidad, sino que era el resultado de su aplastante (adjetivo que saboreaba) victoria.
-Somos de lo peor, quiero que me entiendan. No recuerdo cuándo ni dónde lo escuché, pero me sumo: los hombres somos un mal necesario.
Echando una mirada algo humorística, como Quino dibujara en aquél chiste gráfico, “ella lo tenía casi todo, un trabajo estable y bien remunerado; piso propio, y auto cero kilómetro. Sólo necesitaba un hombre que la desestabilizara”.
Eli entraba al ascensor que la llevaría a planta baja, y de allí se encaminaría a la puerta de salida del edificio experimentando mientras tanto cierto grado de excitación, poco conocida por ella.
Sabía, o al menos eso sentía, que el hombre (su hombre) estaría sentado esperándola en el barcito de enfrente, en el que tomara café con confesiones con Mara. Era un lugar con historia, porque sabía haber sido testigo de la de su vida personal. A él se encaminaba con la comodidad como la que tiene el que entra en su casa.
 
Estaba consciente de ello, pero la agitación no desaparecía, esa que traía desde el tercer piso. Lo curioso para ella, es que no le producía disturbio, más bien se podría decir que le era agradable esa sensación.
 
Tal cual, por primera vez sentir que algo la desestabilizaba para su provecho –disfrute, mejor- le hacía, curiosamente, sentirse mejor.
Otro gol para el que desde enfrente, ignorante de tantas reflexiones, apuraba su café, daba la última pero corta pitada, y se levantaba para salir al encuentro de esa bella mujer, que cruzaba la calle con una encantadora sonrisa iluminándole el rostro.
;)Bernie5422. con una hermosa sonrisa. el título, y no alude al tema central de los relatos, como se podría -con razón- suponer.  
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A primera vista, era sólo un hombre sentado en una silla de un bar, junto a una pequeña mesa pegada a una ventana, al lado de una columna, que no le impedía apreciar la acera de enfrente, sin que por ello quedara muy evidente su presencia. Más precisamente, ver el edificio de cuatro o cinco pisos de generosa entrada, con una importante puerta vidriada y la clásica chapa de bronce con los timbres de los departamentos, donde, la más de las veces, están escritos los apellidos de los que habitan cada piso. En una visión más de cerca, hubiese podido advertir que el que correspondía al tercero A, sólo tenía grabadas dos letras separadas por un punto: E.M, pero no tenía la más mínima intención de hacer tal cosa.
El humo del cigarrillo y el humeante café, completaban la escena de ese hombre entrado en canas, sobriamente vestido y en actitud de apacible espera. Todo en él emanaba esa sensación.
 
Me lo voy a fumar despacito, y me lo voy a tomar de igual manera, pensaba, mientras le daba una pitada larga, luego de un pequeño sorbo de café.
No era, les cuento, otra cosa que el reflejo de lo que ese hombre experimentaba por dentro. Su espera no perseguía otro fin que el del encuentro con Eli en cuanto ella saliese por esa puerta. Tampoco para ello estaba demasiado ansioso. Había aprendido que no lo precisaba. Es más, lo estaba disfrutando. Su orgullo de macho conquistador (y ahí no cuenta la edad) estaba harto satisfecho. Nunca antes le había sucedido sentir esa seguridad de pertenencia, ni tampoco tal protagonismo. Y todo porque había dado con la tecla, casi sin proponérselo. Y la cosa le gustaba cada vez más. No sólo le permitía seguir con su acostumbrada vida de soltero, sino que le otorgaba un complemento que encajaba perfectamente con ese perfil. Ahora estaba “de novio”. Y eso sí que era nuevo para él. Tenía una mujer joven y bonita que lucir, y que a las claras disfrutaba, o al menos no mostraba signos de preocupación por ello, de la notoria diferencia de edad.
Otro gol para ese jugador. Más analizaba la cosa, más regocijo le invadía.
 
Los hombres -genéticamente hablando- tenemos eso. Queremos ser el macho alfa de la manada ( aún sin merecerlo), ser reconocidos como tales y si podemos, lograr cierto grado de obediencia y de subordinación, en éste caso, de la pareja. Y se le estaba dando, porque en el terreno en que todo esto pasaba, él era la persona más importante. Ella tenía su vida estabilizada, tanto en lo laboral como en lo económico, y eso le dejaba al hombre su territorio muy bien delimitado. No tenía que orinar el perímetro, se lo había ganado casi sin esfuerzo, y no tenía oponentes. Estaba de lo más tranquilo y seguro. Eso, pienso que su tranquilidad y serenidad provenían no de una característica de su personalidad, sino que era el resultado de su aplastante (adjetivo que saboreaba) victoria.
-Somos de lo peor, quiero que me entiendan. No recuerdo cuándo ni dónde lo escuché, pero me sumo: los hombres somos un mal necesario.
Echando una mirada algo humorística, como Quino dibujara en aquél chiste gráfico, “ella lo tenía casi todo, un trabajo estable y bien remunerado; piso propio, y auto cero kilómetro. Sólo necesitaba un hombre que la desestabilizara”.
Eli entraba al ascensor que la llevaría a planta baja, y de allí se encaminaría a la puerta de salida del edificio experimentando mientras tanto cierto grado de excitación, poco conocida por ella.
Sabía, o al menos eso sentía, que el hombre (su hombre) estaría sentado esperándola en el barcito de enfrente, en el que tomara café con confesiones con Mara. Era un lugar con historia, porque sabía haber sido testigo de la de su vida personal. A él se encaminaba con la comodidad como la que tiene el que entra en su casa.
 
Estaba consciente de ello, pero la agitación no desaparecía, esa que traía desde el tercer piso. Lo curioso para ella, es que no le producía disturbio, más bien se podría decir que le era agradable esa sensación.
 
Tal cual, por primera vez sentir que algo la desestabilizaba para su provecho –disfrute, mejor- le hacía, curiosamente, sentirse mejor.
Otro gol para el que desde enfrente, ignorante de tantas reflexiones, apuraba su café, daba la última pero corta pitada, y se levantaba para salir al encuentro con una encantadora sonrisa iluminándole el rostro.
Bernie5422.de esa bella mujer, que cruzaba la calle
con una hermosa sonrisa.

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