El pequeño
velero sintió cuando su vela de tres colores, se convertía de hinchada a
fláccida casi de golpe.
El sonido de su
quilla surcando el mar se apagó, y el cielo acompañó esa novedad con otra: se
viene una tormenta.
¡Al diablo!,
exclamó el navegante, pero sólo él entendía lo que quería decir. Acá se acabó
el paseo, pensó, y más vale que podamos regresar con los primeros soplos, antes
de la ventisca.
Sabía por
oficio, pero también por el dicho popular que le confirmaba cada vez, cuando
viene la calma chicha, le sigue atrás una tormenta.
No le preocupaba
por el peligro que pudiese significar, porque su velerito se cubría
completamente con una cobertura plástica especial, que convertía a la
embarcación en un huevo imposible de naufragar.
El ser marinero solitario le obligaba a tomar todo tipo de precauciones,
lo que no podía controlar por completo -y él lo sabía- era ese silencio inmóvil
que lo envolvía todo como congelando el tiempo.
Y así lo vivía
él. Para ese muchacho el reloj no corría
aunque sus manivelas dijesen lo contrario cuando eso sucedía. Para contrarrestarlo, echaba mano a varios
trucos que ya había ensayado con antelación.
Una de las cosas
a las que acudía era a todas las maniobras preparatorias que tenía que ejecutar
para enfrentar viento y lluvia fuertes.
Cambió su ropa por un grueso capote impermeable fuertemente ceñido a la
cintura, y ató al mástil ya plegado una cuerda para sujetarse y no caer al agua
si las cosas se ponían difíciles. No era
tiempo de tormentas, pero con las variaciones del clima no se juega. Hay que
estar preparado.
Lo segundo –
porque se conocía- era por ejemplo ponerse a desenredar el lío de nudos y
enredos que se le había formado en el reel cuando pescaba, y no había tenido
tiempo de hacerlo hasta ahora.
Era realmente
una tarea que tenía que distraerlo, porque si se jala del asa equivocada, se
aprieta aún más el embrollo y después será menester cortar y unir, o más
drásticamente cortarlo todo y remplazarlo por nylon nuevo. Había que disponer
de mucha paciencia, mismo.
El agua no se
movía, el barco no se mecía, el cielo aún no hablaba, y sólo se escuchaba el
silbido del pescador acompañando el crir-cric del aparato, cuando en marcha y
contramarcha acompañaba el desenredo.
Bueno, pensaba mientras
recogía parte de la tanza, no debo ponerme nervioso, ya pasará (y se refería a
la inmovilidad que le rodeaba implacable).
Sabía también,
que a veces duraba mucho tiempo, que no quería en ese momento mensurar, porque
cada minuto congelado se le hacía eterno.
Finalizó
–lamentablemente- la tarea más rápido de lo pensado, y guardó todo dentro de la
caja de pesca pulcra y ordenada, como la debe tener quien ama ese
pasatiempo. También, porque el barco era
chico, y cada cosa en su lugar genera espacios imprescindibles a la hora de
cargar y de echarse a la mar.
Comenzaba a exasperarse, y ya empezaba a rascarse el
pulgar, bien al lado de la uña, con el dedo mayor, como queriendo despegar la
piel que la cubría incipiente en la medialuna del nacimiento.
Después, en casa,
se lamentaría del destrozo que eso produciría en el dedo, pero bueno, eran
males menores.
Mucho peor era
cuando tomaba el hachita que destinaba para cortar leña, y tenía que hacer un
esfuerzo sobrehumano para no agarrarse con el velerito a hachazo limpio, y
totalmente descontrolado, pegar contra todo lo que tuviese cerca. Ya le había pasado, por eso pensaba y pensaba
en cómo evitarlo.
Comprobó que se
le había acelerado el pulso, y que la respiración antes contenida, se manifestaba
entrecortada y ruidosa. La boca seca, y ya
amenazaba la piel de la cara con cubrirse de sudor profuso, como se tiene
cuando se enfrenta uno a situaciones límites, sin poder manejar el stress.
De pronto, no sé
lo que lo motivó, pero por primera vez habló en voz alta y dijo aunque nadie lo
escuchara: ¡por Dios, que sople algún vientito, antes que me vuelva loco!, y
acto seguido le cambió la expresión de la cara, porque se descubrió pensando
una frase que le causó gracia por lo contradictoria: necesito algo de aire para
que me vuelva la calma. Para que me vuelva la calma, repetía, disfrutando
el contrasentido de pelear contra una
calma y desear la otra. Cambiar una
calma por otra también sosiega, y prefirió ocurrente y filósofo (pues también
le había cambiado el humor) cambiar una calma por otra calma, también calma. Y
como no hay mal que dure cien años, sintió, aliviado, como una leve brisa
comenzaba a secarle el sudor de la frente.
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