Ni bien se cerró la puerta, sólo quedó en el estudio
una tenue luz que se filtraba por los postigones mal cerrados, y que provenía
del farol que alumbraba la calle donde vivía Gregorio.
Todo parecía estar en calma, si no fuera porque una
casi inaudible conversación se dejaba escuchar, que se desarrollaba en la zona del viejo
escritorio de roble.
Igual que en los dibujitos de Walt Disney, los
artículos del dueño de casa tomaban vida y retomaban actividad cuando se
encontraban solos.
En realidad -y eso no lo aclaraban los comics-,
siempre estaban vivos y compartiendo todo lo que sucedía en ese lugar. Sólo permanecían quietos y mudos cual si
fueran estatuas o estuviesen jugando a ese juego todos ellos, cuando entraba
algún humano.
La magia del cine todo lo puede, pero lo escrito es
bastante más limitado, y exige muchas imágenes verbales para describir una sola
de la pantalla. Por eso dicen que una imagen vale más que mil palabras.
No obstante, la imaginación también todo lo puede, y
me valgo de ese artilugio para colarme en el salón y escuchar lo que allí se
dice, sin delatar mi presencia. Esto lo
ignora Gregorio (por ahora) y también la papelera, las hojas y las máquinas de
escribir. Cuando digo las hojas hablo de
todas ellas: las abolladas; las de la bandeja, y la finalista; y por supuesto tampoco
saben de mí ni el ordenador, ni tampoco la vieja máquina de escribir manual.
Estoy ubicado detrás del bandeaux aterciopelado que
cuelga de la cenefa, justo a las espaldas de la silla donde se sienta el que escribe,
y desde allí puedo ver toda la escena y captar hasta el más mínimo detalle. Lo
que es de destacar es que si bien todo el contenido del texto que
mecanografiara G estaba llenando la hoja, ella no se sentía abandonada porque
el hombre (así lo llamaban) lo hubiese copiado en el moderno ordenador. Todo lo contrario. Festejaba el
hecho de ser presentada en sociedad como la finalista, y eso le bastaba
para mantener su ego bien nutrido, mientras el ordenador estaba ocupado en
recibir mensajes de texto y almacenándolos hasta nuevo aviso.
Además, como todavía permanecía en el carro, su
postura erguida le hacía tener un papel (sic) preponderante frente a los demás.
Como reinando desde las alturas, o al menos eso parecía.
Porque eso lo habían escuchado alguna vez hacía
algunos años. Me compro este nuevo
ordenador –le confiaba G a un amigo- pero nunca dejaré mi querida Olivetti.
Tiene un sabor especial sentir la resistencia que hay que vencer para teclear,
y si le sumamos su propia musicalidad, y me refiero al retroceso del carro y al
sonido de alerta que suena a poco de terminar cada línea, pareciera que tuviese
algo de vida propia, especulaba Gregorio, y con eso intentaba explicarle sus
sentimientos al amigo.
Eso hacía muy feliz a la finalista y a la máquina en
ésta particular oportunidad. Ambas se sentían victoriosas.
_ No
necesito decirles, argumentaba la máquina, lo que significa para mí haber
acompañado a esta hoja en su momento. Ya
sabía yo lo que me esperaba, pero no tenía la certeza de que se concretara en
el mismo día.
Sí, asintieron los demás, con evidente regocijo, el
hombre estaba inspirado hoy, más que otras veces.
--Se veía que esos elementos sentían afecto por G, y
de alguna manera les tocaba vivir lo que
a él le sucedía.
Eso quedaba claro, y no fue para mí una sorpresa, dado
que conozco el apacible carácter de Gregorio.
A su manera, se hacía querer. A
mí me cuesta bastante más lograr lo que él, pero hoy no es mi turno, de modo
que….
Y se escuchó a la papelera, que queriendo moderar en la
conversación, les recordaba que de aquí a poco vendría la del moño y por unas
horas no iban a poder seguir hablando.
Siempre les pasaba esto cuando vaciaban el cesto.
Se iban las abolladas. Arrugadas pero dignas, orgullosas del sacrificio, en aras de pulir un incipiente
texto, pero faltaban ellas y no quedaba bien seguir conversando, y menos hablar
del texto.
---Es que allí se centraba casi todo: en el
texto. Como les dije antes, él se merece
como un capítulo aparte en estas confidencias que comparto con ustedes.
El texto merece un andarivel para él solo. Nomás si estudiamos su estructura, vemos
lo difícil que es el clasificarlo, o mejor aún el definirlo. Por anticipado es
imposible. No lo intenten porque es
terriblemente cambiante.
Uno piensa en uno cortito, acuden los pensamientos y
amenaza en novela. Uno se sienta a
novelar, y sale un microrrelato. Se
piensa en un poema y se termina en prosa. Y así o peor aún. Del tamaño de las letras ni les hablo, ni qué decir del cambiante lugar de
los párrafos. Ora encabezando el texto, ora finalizándolo, o metido en algún
lugar de la hoja, como perdido. Lo dicho.
Es harto difícil. Lo mejor es
agarrarlo cuando lo envían, o cuando con el punto final lo sacan del carro. Sólo así puede uno estar medianamente seguro.
Y otro tema harto difícil es el del título. Si se logra informar sobre lo que viene, y
además oficiar de gancho para el que decide si lee o no ese texto, estamos del
otro lado. Se augura éxito. Ahí se
anticipa la creatividad del escritor. Un escrito sin título es como una obra de
autor anónimo, o al menos eso opino yo, que soy el que tituló lo que están
leyendo. Me cito, como quién dice, pero es así, no lo puedo evitar. Es el ego el que manda, como les comunicaba
más arriba. Sin ego no hay ni título ni
texto, y el que pregone lo contrario, que me llame por teléfono que le haré
retroceder de su postura. Otras veces
coincide de primera con lo que se
va a escribir y entonces lo aprisiona y le deja sin movimiento alguno, sin
cintura para los cambios. Tal vez por eso, algunos prefieren elegirlo después
de terminado completamente el famoso texto
Bien, como les anticipara la canastilla (para respetar
su doble personalidad) vino la del moño
y cerró ya la negra bolsa. No hay más
diálogo, pero yo me llevo bastante material para mi próxima entrega. Eso sí, lo prometido es deuda, y de esto
sabrán Gregorio y los demás “compa” del foro.
Hasta más ver. Bernie5422
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