Y aquí
estoy. Acaba de entrar la señora de la limpieza, la del moño azul, la que todos
los días me trata como el último orejón del tarro. Realiza toda su tarea a buen
ritmo, y para finalizarla echa toda la basura en una bolsa negra grande, de
esas que se usan en los consorcios, y finalmente me vacía dentro de ella.
Y allí quedo
otra vez, al lado de viejo escritorio de roble, donde reposan una vieja máquina
de escribir, un ordenador de última generación junto al cenicero de grueso
cristal, y la bandeja de plástico repleta de hojas en blanco.
Todos a la
espera del hombre. Cuando él entra, siempre la misma rutina. Se sienta,
enciende un cigarrillo tras otro, luego se levanta, camina en círculo
rascándose la nuca ( siempre que piensa lo hace), y de pronto se sienta de nuevo,
como decidido a escribir. La más de las veces lo hace en el ordenador, pero a
mí lo que mas me gusta es cuando desenfunda la vieja Olivetti. Ahora que lo
digo, me gusta la música que saca de ella. No sólo el sonido de las teclas
castigando la cinta bicolor, sino también la alegre campanilla que suena al
término de cada línea, como lo hace el que en la orquesta toca el pequeño pero
sonoro triángulo. Y de nuevo el retroceso, para una nueva línea, que me
recuerda al bajo continuo antes de comenzar el recitativo.
Y quedo
atento, pues me puede tocar a mí.
Brusco, casi
rabioso, arranca de un tirón la hoja colocada en el carro, y hecha un bollo me
la tira adentro, como los jugadores de baloncesto, cada vez acertando pues le
quedo al lado. Así cualquiera. Es entonces que participo en el asunto.
Sucede que
sin comprender mucho la cosa, ellas (las hojas) sienten una profunda tristeza
al ser así abandonadas. Y yo tengo que inventar explicaciones para mitigar su
angustia, y tratar de elevar su autoestima.
Entonces les
explico, les hago creer, que ellas son las precursoras de un gran relato, y que
sin su aporte nada de eso se hubiese podido lograr. Que esa era su gran misión,
y así, de ese modo, ellas misma se van secando sus lágrimas, y se quedan mas
tranquilas, resignadas a correr con su destino. No lo puedo evitar, la
solidaridad me puede. Soy, de alguna manera como el celador escolar, que en
cada recreo se despide de sus alumnos para esperarlos y cuidarlos otra vez cada
día.
Por suerte
siempre encuentro alguna hoja con capacidad de escuchar, y puedo-también-
volcar en ella mis propios problemas. Sucede que desde que me fabricaron, cargo
con un complejo de género pues no sé si debo ser canastilla o cesto de papeles.
Cada uno carga su cruz, la que le toca asumir.
Pero no
puedo seguir con ustedes, pues mientras esta charla tomaba carácter, ya me han
tirado como tres, y sus incipientes sollozos no me la dejan continuar.
Parece que hoy va a ser uno de esos movidos
días, en que me hallo -al final- repleto/a de hojas ya mimadas y por fin
tranquilizadas. Será pues, hasta mañana si Dios quiere.
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