Pablo Neruda: La palabra

"…Todo lo que usted quiera, sí señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan… Me prosterno ante ellas… Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito… Amo tanto las palabras… Las inesperadas… Las que glotonamente se esperan, se acechan, hasta que de pronto caen…" de Pablo Neruda: LA PALABRA

29 oct 2013

EL CHARUTO ( FOTO-TEXTO)

                           EL CHARUTO

       -Las horas estaban destinadas a pasar despacio, muy despacio, aunque todos sabemos que todas y en todo el mundo, sólo pueden transcurrir a un ritmo de sesenta minutos por hora o, a lo más rápido que uno se pueda imaginar, a la vertiginosa velocidad de sesenta segundos por minuto, sin hablar -claro- de milisegundos, que en ese lugar es altamente improbable que algún día pudiera suceder.
Pero además, no disponía de ningún elemento con el cual poder medir alguna de estas variables. Es más, tampoco los podía conseguir, le estaban terminantemente prohibidos.
De modo que el tiempo le era intangible. Estaba ya resignado a esa situación, porque otra posibilidad no le quedaba, pero a pesar de ello, no cejaba en hacer algo –sin que se notara- para intentar revertirla.
Valga la contradicción aparente, tiempo, tenía de sobra, lo que no sabía, o mejor dicho, no podía, era mensurarlo en pequeñas porciones.
Y meditaba, y volvía a pensar en ello, y así todas las veces que se le antojara, pues no le importaba -daba igual- dedicarle todo el día, o parte de él, a escudriñar en el tema tratando de encontrar alguna solución que le diera consuelo.
Y el tiempo, inexorable (como se dice), seguía pasando. ¿Cómo evitarlo? Él al menos, no podía.
Con esa paciencia larga, interminable, tal cual la  de un preso, encontró , finalmente, su particular modo de medirlo, y lenta, pero eficientemente, puso en acción su tardío hallazgo.
Conseguiría, de a poco y de a una, para no despertar sospechas, y menos aún la curiosidad o la ira de sus celadores, preciadas hojas de tabaco, para así elaborar con sus propias manos un (ese, mejor) cigarro que encendería una vez al día, todos y cada uno de los días, desde el momento en que lo terminase de fabricar, hasta que ya no le dieran mas los dedos para poder mantenerlo prendido y poder aspirar de él.
La primera hoja que logró conseguir con alguien que le debía varios favores, y que le prometió hacerle llegar hasta la última que se necesitara, la recibió en el paseo del patio, en el habitual recreo de media hora que siempre tenían, y a plena luz del día.
A esa la guardó debajo del colchón, la conservó tal como alguna vez había aprendido a hacerlo, y la tuvo así a la espera de la segunda hoja. Y así, una a una, las fue disponiendo a medida que le llegaban a su poder, superpuestas de tal modo y enrolladas una con la otra, hasta formar finalmente aquel grueso cigarro que fumaría lo mas lentamente posible, pues después de ese, ya no fabricaría otro más. Eso, lo tenía decidido.
Así era el plan: como conservaba desde el día que ingresara  a su celda, un inofensivo trozo de tela como una sábana, con el que se había fabricado su turbante, le haría todos los días un fuerte, diminuto, y ajustado nudo, para recordar y poder contar todas las veces que había conseguido prender su cigarro.
Lo prendía. Le daba una primera y larga pitada, para luego, retener el humo, y así disfrutarlo al máximo en sus pulmones. Después, lo exhalaba lentamente, contando hasta diez, a la velocidad (eso creía, al menos) de un número  por segundo.
Y ya lo había encendido decenas de veces, y ya había vuelto a anudar el trozo de tela otras tantas, y así ahora podía saber con certeza, la cantidad de tiempo que había dedicado para fumar, y además también –contando los nudos- los días que había dedicado a ese entretenimiento. Estaba muy satisfecho, pues lo había logrado. Finalmente había podido asir el tiempo, medirlo, y se podría decir que por primera vez en muchos meses, también  apoderarse de él.
Y las uñas apenas podían sostener el pedacito de cigarro que le quedaba, y los resecos labios a duras penas podían ya dar aquella acostumbrada, larga y cotidiana pitada, y a la tela ya casi no le restaba paño para permitirle hacer un nudo más. Y todo sucedió como él había planeado y decidido muchísimos nudos atrás: cuando no pueda ya mas prender y fumar de mi cigarro, haré el último nudo, y daré –finalmente- mi tiempo por consumido. Mi tiempo. No el que me dieron, ni el que me quitaron. El mío, el que yo decidí cuándo empieza, cuándo termina, y para qué lo uso.
Desenvolvió el anudado turbante, ahora convertido en fuerte soga, exhaló la última pitada, y segundos después, colgando de la improvisada horca, echó a tiempo, antes de perder el sentido, una última mirada a su charuto, el querido compañero de sus últimas horas.

          Bernie5422

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