Me inspiró el siguiente texto:
Nada ha cambiado, nos lo enseña la historia. Cuanto más
grandes son, más ruido hacen al caer. Y la gente de pueblo siempre queda del
lado de afuera, por suerte. Terminamos al fin siendo simples espectadores,
tanto del ascenso como de la caída, se tome el tiempo que se tome el poder de
turno entre una cosa y la otra. “Pan y circo” o pasteles y vidriera, el
escenario que prefieran estar viendo, es igual. Mujeres y niños; grandes y
chicos; “viejos peludos y pelados”; los que usted prefiera, todos alguna vez estarán,
felizmente, parados detrás de la vidriera viendo caer el castillo de naipes.
Porque lo edificaron con “ases y reyes”, pero igual se abaten, lo quieran o no.
Está en su inextricable destino. Lo saben ya, el pasado se los dijo, e igual lo
quieren edificar.
Está, parece-ya lo sabremos algún día- metido en la
estructura genética que heredamos de nuestros antepasados: el ansia de dominar,
y también la resignación de dejarlos hacer.
Por suerte, en los cromosomas está toda la información, y la
memoria de los tiempos pasados aflora de todas maneras, más tarde que
temprano-¡lástima!-pero aflora, y es imposible de contener o de parar. Existe
la resignación, pero existe también la pulsión de la resistencia y de la
rebeldía, y siempre a costa de precios que no importó nunca pagar. Si no los
pagamos en esa ocasión, igual algo o alguien nos lo termina cobrando de algún modo. Y nos
siguen dando el dulce (o sólo mostrándolo), y les seguimos diciendo que lo
queremos. Tenemos una especie de doble discurso temporal. Lo que pasa que los
confites son tentadores, y el azúcar tiene ese efecto como el chocolate: algo
adictivo, por decirlo de modo que se entienda. Hay explicaciones más
enjundiosas, pero son difíciles de hacer entender. Por eso a la foto me remito, pues... “Una imagen vale más que mil palabras”, y más que las trescientas veintisiete
de éste texto -por ende-, también.
Bernie
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