Pablo Neruda: La palabra

"…Todo lo que usted quiera, sí señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan… Me prosterno ante ellas… Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito… Amo tanto las palabras… Las inesperadas… Las que glotonamente se esperan, se acechan, hasta que de pronto caen…" de Pablo Neruda: LA PALABRA

5 sept 2013

LOS EFEBOS DEL PLACER

Lo que van a leer es en respuesta a la sugerencia del moderador de la revista española donde escribo desde noviembre del año pasado, de escribir algún relato erótico, como ensayo de taller. Como siempre les envío lo que escribo, ésta vez no es la excepción................................................
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Soñaba, pero no lo sabía. El cansancio acumulado de esa vertiginosa noche, le había tumbado en su cama, y se había apoderado de su conciencia ya hacía unas cuantas horas.
El calor entre las sábanas, y el silencio que lo acompañaban, hacían que Jacinto prolongara mas allá de lo habitual sus horas de sueño.
Amén de que lo que sin saber imaginaba, era esa situación como aquellas de las que uno no se quiere nunca desprender, y se dejaba llevar plácidamente por los intrincados caminos del disfrutable sueño.
La abundante melena de pelo fino y lacio, herencia de su madre, gozaba de un color negro azulado, poco frecuente, legado de la familia de su padre, que le cubría el rostro casi totalmente, sólo dejando ver entre la almohada y la sábana, los labios y el mentón que hablaban a las claras de un joven de incipiente adolescencia.
Alto era. Ocupaba acostado el largo total de la cama, que su madre ya había pensado en cambiar por una mas acomodada a su actual talla, en peligroso aumento.
Lampiño, y de estructura poco desarrollada, sus brazos y sus delgadas piernas le daban ese aspecto de estatua griega que estamos acostumbrados a ver, sin saber a ciencia cierta si los dioses tenían hermosos y atléticos cuerpos como los humanos jóvenes, o éstos, endiosados por la naturaleza, copiaban la fisonomía que abundaba en los cielos del Peloponeso.
A pesar de su edad, mantenía su cuarto prolijamente ordenado, adornado por elementos acordes a su status económico, sólido, pero no de nuevo rico, sin que faltaran además, algunos ejemplares de fotos de desnudos, hábilmente escondidos a los curiosos ojos de su madre.

Jacinto, el otro Jacinto, era de hecho un dios.
Atlético, de piel lustrosa y suave, contagiosa risa, y ese rostro con rasgos que no delataban a primera vista su varonero sexo, estaba tendido en la ladera de un pequeño monte, descabezando un sueño, recostado al tronco de un frondoso árbol.
De lejos, se podían oír los ajetreos de ninfas y poderosos dioses, entregados por completo al juego de los secretos, los celos, las envidias, y fundamentalmente a las artes y misterios del amor.
Al amor en todas sus formas y conceptos. El amor por el amor. El amor carnal por el amor carnal. El amor por la estética, y no el amor por la moral, sino por el disfrute, por lo hedonista y puro del contacto de una piel con otra piel.
Y por sobre todas las cosas el amor a la juventud, a la prístina y virginal juventud.
Y no estaba solo Jacinto en su sueño, le acompañaba siempre el apuesto Apolo, dueño de sus esperanzas y de sus desvelos.
Y hoy no era la excepción.
Acariciándole con una rama de olivo el pelo, al tiempo de tomarle suavemente de la nuca y rozarle levemente con los labios el largo cuello, despertó a Jacinto de su sueño y se acomodó contra el joven de forma tan armoniosa, que no se podía saber si era uno o eran dos los dioses recostados en el árbol.
Al poco tiempo, satisfechos ya, decidieron jugar con el disco, como era habitual, y Apolo, haciendo gala de destreza y de potencia, le imprimió tal fuerza al lanzarlo, que hirió de muerte a su amado oponente.

Jacinto, sudoroso, sintió una sensación como de agonía, y comprendió, en la duermevela, que no pudo contener el semen y manchar además de su ropa, algo de la sábana de su cama.
Era la primera vez que le sucedía, pero le preocupaba mas la excitación que le produjera el erótico sueño homosexual, que los saldos de lo que se podría comprender como un accidente normal y previsible en un chico de su edad.
Ya de camino al secundario, y preparándose mentalmente para rendir el examen de mitología griega, repasaba al tiempo aquél delicioso sueño con tan agónico como placentero final.
                                                                     Bernie5422





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