Pablo Neruda: La palabra

"…Todo lo que usted quiera, sí señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan… Me prosterno ante ellas… Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito… Amo tanto las palabras… Las inesperadas… Las que glotonamente se esperan, se acechan, hasta que de pronto caen…" de Pablo Neruda: LA PALABRA

11 sept 2014

RELAJO, PERO CON ORDEN


 
Agradecer a José Antonio Higueras por tan fantástico documento (ver Sonymage, magazine 23, pag.21), y por darme la oportunidad de escribir algo inspirado en una de sus maravillosas fotografías. Explicarle, asimismo, que yo recibiría un buen tirón de orejas de parte de Slictik si la dejaba pasar. Bernie
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                                    Relajo, pero con orden.

Había al menos dos cosas que doña Eduviges no hacía nunca, o casi nunca: salir a la calle sin don Eduardo, su marido, quién para esas oportunidades, estaba siempre dispuesto. Su estado de reciente jubilado se lo permitía y además, eso no lo contrariaba, como pudiera uno suponer.
Lo segundo era comprar algo que no tenía en mente adquirir, o que pensara que no precisaba tener. Entonces como dije, sola, de compras no salía.
Bueno, lo hacía, sí, pero para esos mandados de almacén que requería la casa, o cosas por el estilo. Todo a la vuelta de la esquina, o de la manzana, como suele decirse.
Esa tarde, ya estaba vestida para salir, y sólo le faltaba un algo de maquillaje, pero poco, porque a don Eduardo no le gustaba mucho que se pintara, a pesar de que cuando lo hacía, él lo notaba y se lo hacía saber con un discreto cumplido. Por ejemplo: ¡doña Eduviges…, mire qué bien le sienta a su cara el color del vestido, con el sol que hay hoy de tarde! Le gustaba, estaba claro, pero no daba el brazo a torcer. La moral tenía sus reglas y él las acataba a pie juntillas.
Igual, la procesión iba por dentro, pero a la imagen exterior había que mantenerla intacta. Tenía asumido ese rol, y disfrutaba interpretándolo.
Además, chapado a la antigua, él llevaba las cuentas, y la plata. Así, de esa manera, doña Eduviges aunque quisiera, no podía salir de compras sola, pues el dinero estaba siempre en el bolsillo del esposo. Bueno, para las necesidades cotidianas sí, ella tenía una cantidad fija que recibía todos los domingos, y le debía durar toda la semana.
En la calle principal del centro, había abierto sus puertas un comercio que vendía toda mercadería importada de la India, y ella siempre había querido tener algo de ese lugar. No sabía, tal vez un pañuelo o un chal, no sabía realmente, tal vez lo decidiese en el lugar mismo. Si tenía la suerte de encontrar algo que le gustara, lo iba a comprar. Y don Eduardo no diría ni ésta boca es mía.
Llegados a la tienda, lo primero que hicieron fue pararse frente a la gran vidriera repleta de prendas vistosas, que además lucía un cartel que informaba que como premio inauguración, se haría un sorteo entre los compradores de ese día, y el ganador se llevaría dos pasajes ida y vuelta a la India.
Nunca habían viajado, y algún dinerillo tenían ahorrado. Por eso pudieron comprar el pañolón ese que estaba sobre un maniquí y que a doña Eduviges le encantó en cuanto lo vio, y por eso mismo aceptaron llevarse el premio , pues coincidió el número de la boleta con el número del ticket que sacaron de dentro del gran sombrero donde hicieron el sorteo. Era, como se dice, un día de suerte.
Allí, en la misma tienda, en medio del alboroto, lograron pedir algún consejo sobre qué hacer a partir de ahora, ya que-explicaron-no tenían experiencia alguna en viajes.
La gerente de la sucursal les sugirió una agencia de viajes por ella conocida, y allí le vendieron un paquete con hotel, comidas, excursiones, en fin, todo digerido, como para solucionarles por anticipado cualquier inconveniente que -por otra parte-siempre los hay en cualquier viaje.
Y eso hicieron, y también un par de valijas compraron, y las pastillas de la presión y el colesterol y otras yerbas, calculadas para esos quince días de ausencia de su entorno habitual.
“Donde fueres, haz lo que vieres”, y esa pareja no preguntó nada, no decidió nada, y no desestimó nada. “Donde va la barca, va Bachicha”, y todo de maravilla.
Y allá estaban, el paseo se desarrollaba como era de esperar.
Sin embargo, al desayuno, ese día, había como una cierta atmósfera diferente en el salón comedor. Todos hablaban en voz baja, las mujeres entre sí, y los hombres se juntaban en grupitos de dos o tres, y cada tanto se sentía alguna carcajada media subida de tono, que los otros trataban de ahogar, en medio de miradas de complicidad y cosas por el estilo.
Don Eduardo, ocupado en servirse su copioso desayuno, no se percató de nada de todo eso, pero a doña Eduviges, pese a no comprenderlo, ningún detalle escapó a su atenta y sorprendida mirada.
El misterio poco duró. Después de casi una hora de recorrer polvorientos caminos, llegaron por fin al destino del paseo de ese día, tal cual rezaba en el plan de viaje que les fuera entregado oportunamente. Como doña Eduviges era una buena católica, estaba muy bien dispuesta a visitar templos, y éste en particular, parecía uno de los más importantes. En el folleto decía: día jueves visita a los templos de Khajuraho y poca cosa más.
Si doña Eduviges tenía alguna idea de lo que en otros templos, de otras religiones, se podría llegar a dar, de éstos, ni por asomo. Pobre señora. La mano primero, y luego el brazo todo, no le daban para persignarse a la velocidad que se lo exigían las imágenes que no podía dejar de mirar, ya que no debía –nunca-separarse del grupo. Hasta le había soltado el brazo a don Eduardo, que miraba todo aquello sin hacer comentarios, pero nadie lo vio persignarse ni una sola vez.
El guía daba toda clase de explicaciones, que la buena señora- a diferencia de otras veces- prefería no escuchar, pues la cosa iba de mal en peor.
-Don Eduardo, le cuchicheó disimuladamente,.. pero esto no es un templo, esto parece más un burdel que un lugar para venir a rezar. Yo sabía que éstos indios….
-Hindúes, doña Eduviges, hindúes. Oiga lo que dice el guía, que eran prácticas que acercaban a los dioses. Tiene usted que entender a otros pueblos con sus diferentes costumbres.
-Sí, lo que usted diga. Pero así, en público...., ¿y la moral y las buenas costumbres? ¿Y a eso que estamos viendo, le llamaban buenas costumbres? Por la Madre de Dios, que eso no es lo que me enseñaron mis padres.
-A lo sumo su madre, Eduviges, y le sacó el doña, pues en ese tono confidencial, y menos de esos temas, nunca hablaban, así que estaba bien suprimida tanta formalidad. Porque por lo que sé, su padre no se ocupaba de las cosas mundanas, como la educación de las hijas, por ejemplo.
A doña Eduviges le sorprendió, pero no le molestó esa familiaridad en lo absoluto, tanto, que se tomó nuevamente del brazo de su marido, para así poder seguir con ese interesante diálogo.
Así, de a poco, se vieron los dos juntos, casi la mitad de los numerosos templos, algunos sólo por fuera, y alguno que otro por dentro. Doña Eduviges se apretaba cada vez más al brazo de don Eduardo, ya no se persignaba, pero del movimiento de sus callados labios, se intuía un continuo asombro acompañado por ¡Ave María! y otras exclamaciones afines. Don Eduardo, como siempre, guardaba un porte adusto, como ajeno, pero le apretaba disimuladamente el brazo a su compañera de viaje, sobre todo frente a imágenes tan explícitas como la que anteceden a éste relato.
Finalmente, el grupo regresó al ómnibus, de allí a la casa de té para comer y tomar un buen refrigerio, y de ahí al hotel. Un largo paseo por los baños, a cambiarse, y a cenar. Otra vez en el salón comedor que utilizaban habitualmente.
Esa noche, ya estaba vestida, pronta para ir a cenar, sólo le faltaba algo de maquillaje, y no supo bien porqué, esta vez se delineó suavemente los ojos con ese lápiz especial que se usa en la India, y eligió un tono un poco más subido que de costumbre para los labios. Todo eso acompañado por una cierta intranquilidad que no le pudo quitar el largo baño. Para su sorpresa, todo lo contrario.
A diferencia de su marido, que se presentaba más locuaz que de costumbre y con un apetito nada frecuente, sobre todo por las noches, ella lo había perdido casi por completo, y sentía tanta sed, que hasta tomó un sorbo de la cerveza fría que se había servido don Eduardo.
También eso estaba fuera de los cánones habituales. Ojalá don Eduardo no se molestase con tantos y repentinos cambios, pero él no daba signos de que algo le contrariase, más bien, diría ella, el humor de él iba en aumento, pero para bien.
Los postres, rápido, y el café con el cigarro se suspendieron, y de común acuerdo, decidieron dar el día por terminado y retirarse cada uno a sus respectivos aposentos.
Ella en el suyo, como era habitual, se soltó y cepilló prolijamente el pelo, se desvistió, se puso un ligero camisón y se metió entre las sábanas, acompañada siempre por ese agite que no la dejaba ni a sol ni a sombra.
Se puso a rememorar el día y todas sus vicisitudes, y el agite fue en aumento y su cuerpo le mandó entonces un claro mensaje.
Tan claro como el golpe de nudillos en la puerta y la voz de don Eduardo que le decía: Eduviges…,¿me permite pasar a faltarle el respeto?
Sí, Eduardo (ésta vez sin el don), faltaba más. Le estaba esperando. Y se sorprendió de las maneras nuevas con las que se hablaba con su marido, pero más se sorprendió con lo que vino después.

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