Discretamente disimulada,
la palangana de cerámica reposaba junto a la jarra de idéntico diseño, sobre
aquél delicado mueblecito de madera oscura, recostado en la pared que quedaba a
la izquierda, como yendo al pequeño excusado.
Pequeño pero
pulcro. Una ducha sin bañera, cortina de tela blanca, de seda, con pequeñas
rosas bordadas en la misma tela y con el mismo blanco tiza, un gancho de
cerámica de donde colgaba una toalla de baño, que sólo ella utilizaba, y otra
haciendo juego, más pequeña, prolijamente doblada en dos y acompañada por el
cepillo de pelo, el de los dientes, y el pomo de pasta dental. Esos cuatro elementos en una repicita, justo
debajo del espejo de marco trabajado en
relieve y todo pintado de dorado a la hoja.
Piso damero,
sobrio y coqueto, en gris y beige, el mismo tono del estucado de las paredes y
del encalado del techo.
Chico diría,
menudo casi mínimo, el departamento terminaba en sus escasos 40 metros, en un
dormitorio que se adivinaba detrás del biombo de madera -laqueado en un verde
pálido-, que enfrentaba a la puerta de madera maciza que daba acceso a la
vivienda.
Vivienda, en el
estricto sentido de estar destinada a casa-habitación, no se podría decir. No tenía cocina, por ejemplo. Sólo un pequeño calentador eléctrico y los
utensillos necesarios para preparar un té o un café, todo adentro de una
heladera tipo frigobar, puesta en la pared opuesta al mueblecito de la
palangana.
Colgaba del
techo, justo encima de la cama matrimonial, un ventilador de techo con aspas de
esterilla, que también armonizaban con el color de las mesas de luz y los
tirantes de la cama.
Debajo de ella,
en una gran caja, guardaba algún juego de cama y varios paquetes con fina ropa
interior de varios colores y diseños.
Una frazada y algunas almohadas extras, en un arcón de madera con
grilletes de bronce, al pie de la cama, terminaban el decorado.
¡Ah!, no, me
olvidaba. Dos cuadros de paisaje, uno de campo y una marina, de buenos artistas
nacionales, los dos a la misma altura, el mismo marco, y en la misma pared.
Casi decorado y
diseñado como los que se pueden apreciar en esas revistas de interiores. Sucede que para Eloísa o Eli -como le gustaba
que la llamaran- era muy importante que ese lugar fuera muy acorde con sus
gustos personales, pues pasaba allí la mayor parte de las horas del día o de la
noche.
También tenía
que dar una muy buena impresión a los que allí entraban.
Porque mire que
entraban. Uno atrás del otro, como botón de chaleco, como dice el dicho (que es
lo que hacen los dichos, por otra parte).
Es que ella era muy profesional, y eso se sabía. Tampoco era muy elevado su arancel, pero
seleccionaba, en lo posible, a sus clientes. Discreción y buenos modos.
Lo tenía
claro. Lo primero era aparentar satisfacción
y gusto por estar con la compañía de turno, y su experiencia le había enseñado
a no necesitar involucrarse emocionalmente con la otra persona.
Soltera y sin
compromiso, Cerraba con doble llave al irse del trabajo, y hasta el otro
día. Así era como tenía planificada su
vida laboral. Separada por completo del
resto, del que no nos ocuparemos por ahora.
Porque lo que
sucedía dentro de ese departamentito, y lo que se vivía dentro de ella, sólo lo
supe en detalle cuando sentadas en un café, me lo explicó todo, así como se los
estoy contando a ustedes ahora.
Vivía yo en el
mismo edificio, puerta por medio, y un día, por esas cosas del momento,
entablamos conversación, y a partir de allí, hablábamos todas las veces que
podíamos, en una charla sencilla, pero franca. Por eso lo sé todo, o casi todo.
Eli comentaba de
su trabajo sin tapujos, ni vergüenza social. En un idioma coloquial pero culto
a la vez, descubría con detalle todo lo que fuera de mi interés, en el afán de
enseñarme un poco más de la vida. Porque
miren que esa mujeres si algo saben es de la vida. Como en un confesionario, o
en el diván del analista, comparten dichas y desdichas de muchas personas. Las
conocen por dentro más que lo que pueden saber los que con ellos conviven a
diario.
Hombres y
mujeres por igual, claro. En su trabajo
no había discriminación ninguna, de ninguna clase. Mientras fueran educados y limpios,
cualquiera gozaba de sus favores- decía- entornando cómicamente sus ojos y con
una sonrisa maliciosa en su rostro.
Una mujer bonita
y sensual. Siempre bien vestida, o por
lo menos a la moda, y nunca dejaba de estar algo maquillada, muy discretamente,
por otra parte.
Y bueno, lo que
les quería contar viene ahora, pues aquél día yo, no ella, me pasé de la dosis
de vino blanco, y derribando alguna barrera de discreción, me lancé a
preguntarle de su vida personal, de sus sentires, de sus sentimientos, y de
cómo los manejaba.
No dudó en
responderme, porque más allá de todo, yo no representaba ningún peligro para su
trabajo ni para su integridad personal, y que además -me dijo- le unían a mí cada vez más, lazos de empatía y
compañerismo. Además, éramos de la misma generación, y eso ayudaba.
Y hablamos de lo
sexual, como era de esperar. Era casi lo
que más me interesaba saber de ella. Y
bueno, me contó de sus primeros pasos y de cómo había progresado en su labor, y
de cómo se defendía (sí, defender era el verbo que utilizaba) del peligro de
mezclar su trabajo con sus placeres. Al
punto de confesarme que no tenía novio, ni había tenido una relación amorosa en
muchos años.
Lo que más me
sorprendió de la confesión, fue que me contó que no sabía lo que era
experimentar un orgasmo, que nunca le había pasado, pero que no perdía las
esperanzas de tenerlo algún día.
Me quedé de una
pieza, pueden imaginarlo.
Me confesó que
lo que deseaba íntimamente, era que algún cliente, hombre o mujer, no
interesaba, alguna vez, tuviese la delicadeza de tratarla como una persona
necesitada de recibir, no sólo de dar, y con tal afecto, que le hiciesen
olvidar su esmerado trabajo, y le permitiesen sentir y disfrutar del sexo sin
fronteras.
Ese día nos
quedamos fuera de hora, haciendo extras, conversando, hasta que cerraron las
puertas del café. Le dije que sería un capítulo aparte en mi tesis (cambiando nombres originales por otros de
fantasía, claro) del doctorado de sociología que estaba a punto de finalizar, y
me dijo que sí, que por ella, todo bien.
Desde aquél día,
han pasado algunos años, yo me mudé bastante lejos de la ciudad por temas de
trabajo, pero siempre supimos seguir en contacto.
Hace poco, para
fin de año, recibí de ella una postal de esas grandes y muy dibujadas con un
enorme ¡¡felicidades!! escrito al frente.
Al abrirla, en medio de signos de
admiración y corazones dibujados por ella, había escrito: conocí el cielo, por
fin. No era como me lo había imaginado, era mejor. Un beso Eli.
Deposité en el buzón
la carta, en donde le preguntaba si eso había en alguna manera cambiado su
estilo y modo de vida, pero eso ha quedado sin respuesta hasta el momento.
Probablemente
sea buen material para un nuevo escrito que tengo en mente. De todas maneras,
será con su permiso, no antes. Eso
también le decía en mi carta.
Bien, ya tienen
bastante material para la discusión en el seminario. La seguimos mañana. Gracias
Bernie5422