EL CHARUTO
-Las horas estaban destinadas a pasar despacio,
muy despacio, aunque todos sabemos que todas y en todo el mundo, sólo pueden
transcurrir a un ritmo de sesenta minutos por hora o, a lo más rápido que uno
se pueda imaginar, a la vertiginosa velocidad de sesenta segundos por minuto,
sin hablar -claro- de milisegundos, que en ese lugar es altamente improbable
que algún día pudiera suceder.
Pero además, no
disponía de ningún elemento con el cual poder medir alguna de estas variables.
Es más, tampoco los podía conseguir, le estaban terminantemente prohibidos.
De modo que el tiempo
le era intangible. Estaba ya resignado a esa situación, porque otra posibilidad
no le quedaba, pero a pesar de ello, no cejaba en hacer algo –sin que se
notara- para intentar revertirla.
Valga la
contradicción aparente, tiempo, tenía de sobra, lo que no sabía, o mejor dicho,
no podía, era mensurarlo en pequeñas porciones.
Y meditaba, y volvía
a pensar en ello, y así todas las veces que se le antojara, pues no le
importaba -daba igual- dedicarle todo el día, o parte de él, a escudriñar en el tema tratando de encontrar alguna solución que le diera consuelo.
Y el tiempo,
inexorable (como se dice), seguía pasando. ¿Cómo evitarlo? Él al menos, no
podía.
Con esa paciencia
larga, interminable, tal cual la de un
preso, encontró , finalmente, su particular modo de medirlo, y lenta, pero
eficientemente, puso en acción su tardío hallazgo.
Conseguiría, de a
poco y de a una, para no despertar sospechas, y menos aún la curiosidad o la
ira de sus celadores, preciadas hojas de tabaco, para así elaborar con sus
propias manos un (ese, mejor) cigarro que encendería una vez al día, todos y cada
uno de los días, desde el momento en que lo terminase de fabricar, hasta que ya
no le dieran mas los dedos para poder mantenerlo prendido y poder aspirar de
él.
La primera hoja que
logró conseguir con alguien que le debía varios favores, y que le prometió
hacerle llegar hasta la última que se necesitara, la recibió en el paseo del
patio, en el habitual recreo de media hora que siempre tenían, y a plena luz
del día.
A esa la guardó
debajo del colchón, la conservó tal como alguna vez había aprendido a hacerlo,
y la tuvo así a la espera de la segunda hoja. Y así, una a una, las fue
disponiendo a medida que le llegaban a su poder, superpuestas de tal modo y
enrolladas una con la otra, hasta formar finalmente aquel grueso cigarro que
fumaría lo mas lentamente posible, pues después de ese, ya no fabricaría otro
más. Eso, lo tenía decidido.
Así era el plan: como
conservaba desde el día que ingresara a
su celda, un inofensivo trozo de tela como una sábana, con el que se había
fabricado su turbante, le haría todos los días un fuerte, diminuto, y ajustado
nudo, para recordar y poder contar todas las veces que había conseguido prender
su cigarro.
Lo prendía. Le daba
una primera y larga pitada, para luego, retener el humo, y así disfrutarlo al
máximo en sus pulmones. Después, lo exhalaba lentamente, contando hasta diez, a
la velocidad (eso creía, al menos) de un número por segundo.
Y ya lo había
encendido decenas de veces, y ya había vuelto a anudar el trozo de tela otras
tantas, y así ahora podía saber con certeza, la cantidad de tiempo que había
dedicado para fumar, y además también –contando los nudos- los días que había
dedicado a ese entretenimiento. Estaba muy satisfecho, pues lo había logrado.
Finalmente había podido asir el tiempo, medirlo, y se podría decir que por
primera vez en muchos meses, también apoderarse de él.
Y las uñas apenas
podían sostener el pedacito de cigarro que le quedaba, y los resecos labios a
duras penas podían ya dar aquella acostumbrada, larga y cotidiana pitada, y a
la tela ya casi no le restaba paño para permitirle hacer un nudo más. Y todo
sucedió como él había planeado y decidido muchísimos nudos atrás: cuando no
pueda ya mas prender y fumar de mi cigarro, haré el último nudo, y daré –finalmente-
mi tiempo por consumido. Mi tiempo. No el que me dieron, ni el que me quitaron.
El mío, el que yo decidí cuándo empieza, cuándo termina, y para qué lo uso.
Desenvolvió el
anudado turbante, ahora convertido en fuerte soga, exhaló la última pitada, y
segundos después, colgando de la improvisada horca, echó a tiempo, antes de
perder el sentido, una última mirada a su charuto, el querido compañero de sus últimas
horas.
Bernie5422